Las cicatrices del karma

Por: Roly Ávalos Díaz

Un futuro monstruo puede gestarse en el alma de un adolescente al que le hacen bullying. El aula de una secundaria básica suele parecerse a un pelotón de fusilamiento. Llorar en público en vez en defenderse a los golpes y lucir “raro”, por ejemplo, es ser carnada fácil de burlas, presa de la inmadurez de los otros. La adolescencia es una selva de niños y solo sobreviven los fuertes, los que actúan como adultos, los que ocultan su fragilidad. Tal conclusión se infiere de cuanto nos dice David Martínez Balsa, el autor de Triple C.

Aparentemente esta es la historia de cuatro amigos que pasan el Servicio Militar y un mediodía cualquiera un sargento nuevo llega a la unidad con el fin de implantar la disciplina. Llama la atención que la estancia allí, después de la etapa de la previa, era bastante más relajada de lo que pudiera suponerse, hasta que Arturo, el sargento, impone su presencia, y con su régimen da un golpe de estado al sosiego.


 


Tras la orden de infantería, uno de los reclutas, Ángel (a través de cuyos ojos se narra gran parte de la historia), desde la posición de firme advierte que Arturo se parece demasiado a Cronito, aquel muchacho del que tanto él y sus amigos se burlaron en la secundaria en una ininterrumpida secuencia de abusos, para ellos travesuras de chiquillos.

Ángel, Carlos, el negro Iván y José son los cuatro personajes principales, los cuatro jinetes del Apocalipsis, y sospechosamente recuerdan a los cuatro cadetes de los primeros párrafos de La ciudad y los perros, la clásica novela de Mario Vargas Llosa que se desarrolla en aquel submundo de la escuela militar Leoncio Prado, donde sobreviven cientos de jóvenes en un estricto infierno ajeno al sistema de la institución.

        En apariencia, repito, las oraciones iniciales de Triple C sitúa la acción en un determinado sitio, con una trama evidente, un conflicto, pero todo argumento sólido siempre esconde otra historia subterránea, y empieza unos cuantos años antes e incluye a Cronito, el apodo que le cuelgan sus compañeros de aula a este personaje abrumado por la timidez y los complejos, después que la profesora Aleida le hace una petición delante de todos:

        Repita, y esta vez más alto –exigió Aleida, quien inconscientemente dirigía al alumno hacia la consumación de los miedos que lo llevaron a tratar de mantenerse oculto ese primer día.

–Cronopio –lo escuchó repetir, y en esa ocasión el orden y la tranquilidad de la mañana se truncaron en un alboroto que invadió cada rincón del aula. Una mezcla de aplausos, risas y exclamaciones de burla sucedieron al nombre del joven, quien, todavía cabizbajo, cerró los ojos y los apretó mientras la boca le temblaba, en su lucha por estancar el llanto.

         Más allá del homenaje a Julio Cortázar, durante numerosas páginas apenas llegamos a entrever las ideas y pensamientos de este singular cronopio. Pero sí olemos el miedo, el temblor de los nervios. Leemos cómo el negro Iván, en el comedor, le vierte agua sobre el almuerzo (en unas líneas magníficamente descritas); o cómo en las gradas, frente la cancha de básquet, Cronito mira y admira en silencio la belleza de Sandra antes de que lleguen los amigotes y el brazo de Carlos lo rodee cómo una boa en tanto le ciñe el hombro y por casualidad se pone a hablarle de muchachas, tema que Cronito esquiva al principio y, sin embargo, luego le confía un secreto que será traicionado de inmediato; o cómo lo hacen caerse de la litera de arriba en la escuela al campo, delante de las niñas, que entraban en ese momento al albergue de los varones; o cuando le bajan el short y lo lanzan a mar: “Ese aprende, tú verás –dijo [Carlos]–. Los perros no saben nadar hasta que los tiran al agua”, exacto parlamento que será emitido, en otro espacio-tiempo, por el sargento Arturo a Carlos, quien tampoco sabía nadar, una vez que este último caiga por accidente al agua, casi en un leitmotiv vengativo.   

Hace muchas novelas que los argumentos no se cuentan de manera lineal, no se respetan las cronologías, y en este caso tampoco: varios capítulos viajan al pasado, en una especie de flashback mediante el uso de la cursiva y un narrador omnisciente, y vuelven al aquí y ahora, al interior de la unidad militar la mayor parte del tiempo, en ocasiones en un continuo salto hacia las evocaciones de Ángel, y el efecto que nos deja, sin perder el sabor literario, acaba siendo cinematográfico. Por cierto, la imagen de cubierta es un claro spoiler, en vez de sugerir revela, aunque por fortuna no tan pronto.


        Solo en las últimas páginas se aclaran un tanto las razones, los motivos, las circunstancias dadas, el ayer remoto de Cronito, la triste infancia, la atormentada adolescencia y la definitiva metamorfosis: el perfil sicológico de su renacer, el tránsito de víctima a victimario, de abusado a abusador.

Cuando se gradúan de la secundaria sobreviene un vacío de cuatro años en los que nadie sabe qué fue de su vida, salvo lo de siempre: 1) había repetido dos cursos (era mayor que sus abusadores); 2) su corpulencia no lo hacía más valiente; y 3) arrastraba un largo historial de misterios.

El retorno de Cronito, transformado en el sargento Arturo (portador de un karma maquiavélico dentro de una renovada identidad), a la vida de los cuatro amigos (pese a que tres de ellos jamás confiesen reconocerlo), se expande cual veneno invisible, pero latente, en los castigos arbitrarios, el uso y abuso del poder, e instala el miedo en la unidad militar. La siniestra sonrisa, el rostro inexpresivo, el rastro sigiloso, las órdenes extremas, y para colmo dentro del contexto de la pandemia del coronavirus, los obliga a permanecer en cuarentena, sin pases al exterior, en una convivencia que los pone cara a cara con la mascarilla y las máscaras del verdugo.

La lectura fluye semejante a un río, arrastra pistas que salen a la superficie a ritmo acompasado. La novela es, al mismo tiempo, intensa y concentrada. No hay estridencias, barroquismos, juegos, rejuegos, modas posmodernas con el lenguaje. El autor reta justo lo necesario a la forma, y el contenido es inhalado como un perfume familiar. El argumento, a fin de cuentas, resulta típico, pero no predecible.

Varias interrogantes flotan ante los ojos cuando cerramos el libro, unidas al sentimiento de orfandad que nos queda, al repentino desconcierto con que aterrizamos en nosotros mismos, algo que también se ponemos en duda después del punto final. Varios diálogos y escalofríos nos recorren la piel en las escenas últimas, que se abren a otros enigmas que acaso alienten a una relectura en busca de nuevas pistas, porque todo buen lector es o debería ser un detective salvaje.

Abundan los hallazgos, los recursos literarios, pero el efecto de la persuasión –en el que tanto ahonda el Nobel peruano en Cartas a un joven novelista– es el que nos mantiene en vilo, pendientes del destino de estos seres, ya de carne y huesos a estas alturas. ¿Y por qué Triple C, por Cronopio/Cronito, Cortázar y coronavirus? ¿Importa revelar ese misterio? ¿Cronito es Arturo? He aquí una novela de personajes, con aliento sicológico, no de atmósferas o situaciones que, además se suceden, con equilibrio y subtramas. Por sus valores el texto se alzó con el Premio Calendario correspondiente al año 2022, gracias al juicio especializado de Jesús David Curbelo, Yunier Riquenes y Dazra Novak, y se publicó en el 2023 por Ediciones Abril. A partir del 2017 los galardones de narrativa (incluidos algunos de literatura infantojuvenil), le han llovido, con justicia, a David Martínez Balsa, contador de profesión y escritor de pura raza.

AHS 3 de enero de 2025
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