La soledad como delirio

Por: Reydi Zamora Rodríguez


 Existen libros que, más que narrarnos una historia o exponernos una idea, nos sumergen en un estado. Pasillo de manicomio, de la aurora Ana Margarita Arada, publicado por Sed de Belleza y presentado en la Feria del Libro de 2025, es uno de esos textos que no solo se leen, sino que se transitan, como quien atraviesa un túnel sin conocer su final. Su estructura en tres capítulos—Ingreso al pasillo, En el centro del pasillo y La luz tras el pasillo—nos coloca en el umbral de una experiencia sensorial y psicológica donde la soledad, la pérdida y la identidad se transforman en laberintos.

Este libro no es solo un lamento por la ausencia de alguien; es una exploración del vacío mismo, de ese abismo donde la memoria se descompone y la identidad se vuelve un espectro de lo que alguna vez fue. La soledad en estas páginas no es la simple falta de compañía, sino una fractura en el ser, una grieta por donde se filtran el tiempo y la angustia. Es una ausencia habitada.

El primer capítulo, Ingreso al pasillo, introduce un espacio simbólico que no es solo un lugar físico, sino una condición existencial. El pasillo es la ruta hacia lo desconocido, el intersticio entre la cordura y la locura, la delgada línea entre el ser y la disolución de la identidad. En estos versos se manifiesta la opresión de un destino impuesto:

Antes de que ser yo estuviese prohibido
Reía a carcajadas
Pero nací y me nombraron
Me asignaron una casa
Una familia y un género
El débil me hicieron creer.

Aquí la soledad comienza antes de la pérdida; nace en la imposición de un nombre, en la construcción de un "yo" que no es propio, sino dictado por otros. La identidad es un artificio social que nos encierra desde el nacimiento, un laberinto al que entramos sin haberlo elegido. La autora sugiere que la risa genuina, la expresión auténtica del ser, solo existió antes de la conciencia de este encierro, antes de que el mundo impusiera un molde sobre el cuerpo y la mente.

Pero el pasillo no es solo una prisión, sino también un tránsito. No se pertenece completamente a él; se está en él. La soledad aquí es una condición intermedia, un eco de lo que se ha perdido y de lo que aún no se ha comprendido.


La pérdida como ancla: el hundimiento en la memoria

 


En En el centro del pasillo, el dolor alcanza su punto de mayor intensidad. La ausencia se convierte en una presencia insoportable. La metáfora del agua aparece como símbolo de la imposibilidad de escapar del recuerdo:

Regurgita el salitre errante mientras
Espero a que la marca ceda
Asesina a la médula
Sube el ancla y otra vez a sus aguas me arrastra
A mí
Que como ella
Nunca aprendí a nadar.

El mar, vasto y desconocido, es el espacio donde la memoria se descompone y donde la identidad se fragmenta. La imagen del ancla sugiere un peso que nos mantiene atados a un pasado irremediable. La memoria se convierte en un mar sin orilla, un oleaje que regresa constantemente, arrastrándonos a una mar de recuerdos incontrolables.

El yo poético no solo siente la pérdida, sino que se hunde en ella. No hay posibilidad de resistencia porque nunca se aprendió a nadar; la vida misma nunca enseñó cómo lidiar con la ausencia. La imagen de la marca que "asesina a la médula" refuerza la idea de que la soledad y la pena no son solo estados emocionales, sino físicos, corporales, impregnados en la esencia misma del ser.

En este punto, la soledad no es solo una condición, sino una condena. No se trata solo de la pérdida de alguien, sino de la imposibilidad de separarse de ese dolor. La memoria se convierte en un fantasma que regresa una y otra vez, anclándonos al lugar donde todo se desmoronó.

Si la primera parte del libro es el reconocimiento del encierro y la segunda es el hundimiento en la memoria, La luz tras el pasillo es el intento de transmutación. Pero la luz que se menciona en el título de este capítulo no es un resplandor esperanzador ni una revelación redentora; es un destello tenue, frágil, incierto. El yo poético no encuentra una salida clara, sino la posibilidad de imaginarla:

Que el despertar no sea en este pasillo verde
Que se vaya el miedo
Que la jaula por fin
Se vuelva pájaro.

La luz tras el pasillo no es un final feliz. Es apenas una grieta en la estructura del dolor, una pequeña apertura por donde la posibilidad de cambio se insinúa. La poeta no ofrece respuestas ni resoluciones. No hay promesas de sanación, solo la posibilidad de imaginar otro estado.



 


El duelo como resistencia y la palabra como refugio

En Pasillo de manicomio, la soledad no es un vacío, sino un exceso: de memoria, de ausencia, de imposición social. La poeta no solo nos habla del dolor de la pérdida, sino del peso de existir dentro de una identidad que se siente ajena. La escritura se convierte en un espacio de resistencia, en un intento de preservar algo que se escapa constantemente.

Solo queda el gesto resistiendo
Y el recuerdo que reía a carcajadas
Antes de que ser yo estuviese prohibido.

Aquí la resistencia no es una lucha activa, sino la persistencia de un gesto, la obstinación del recuerdo. La risa del pasado sobrevive como un eco, como un vestigio de lo que pudo haber sido.

El poemario de Ana Margarita Arada no busca consolar ni cerrar heridas; por el contrario, las expone con crudeza, permitiendo que el lector se adentre en la espiral del duelo y la soledad. La autora construye un paisaje emocional donde la identidad se disuelve y la memoria se convierte en un océano inabarcable.

Pero, en medio de la desesperanza, queda una posibilidad de transformación. No se trata de encontrar la salida del pasillo, sino de comprender que el pasillo mismo puede ser habitado de otra manera. Que la jaula, quizás, no sea el final, sino el inicio de otra forma de existir.

Así, Pasillo de manicomio no es solo un libro sobre la pérdida, sino sobre la metamorfosis del dolor. La soledad no es un punto de llegada, sino un tránsito. Y el verdadero reto no es escapar del pasillo, sino aprender a mirarlo de otro modo siendo momentáneamente parte de él.

 

 

AHS 24 de julio de 2025
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