Por: Reydi Zamora Rodríguez
Reseña de Cosas que arden sobre el pasto de Ragnar Wilfredo Robas
Hay libros que no se leen: se respiran como humo espeso, se tragan como una chispa que baja encendida por la garganta y se queda a vivir en los pulmones. Cosas que arden sobre el pasto, Premio Calendario de Poesía 2024, es uno de esos libros. La voz de Ragnar Wilfredo Robas irrumpe como un relámpago que no pide permiso para quemar, que no espera comprensión, solo un cuerpo dispuesto a ser incendio.
Este poemario es un rito de paso. Un cuaderno donde las páginas no se escriben con tinta sino con ceniza. Desde el primer verso, Robas nos advierte que el dolor no se cura con agua bendita, sino con fuego. Un fuego que no alumbra, sino que revela las formas ocultas en la oscuridad.
Porque en este libro, el fuego no es metáfora fácil ni recurso decorativo. Es sustancia. Es personaje. Es trauma. Es el látigo que hiere, el padre que ordena no llorar, la voz que resuena en los huesos mucho después de que la carne ha dejado de arder.
No llores
es la orden repetida por la boca de mi padre
Mi padre que me mira desde un altar incalculable
y yo en silencio
con los ojos secos
mientras se queman mis libros.
(...)
Allí comienza todo. En esa imagen originaria —el padre quemando los libros sobre la hierba, la infancia aprendiendo que las lágrimas no apagan las llamas— el poeta condensa el trauma fundacional. No hay bautismo sin sacrificio, y Robas fue bautizado en fuego. A partir de ahí, el poemario se convierte en una caminata sobre brasas donde cada poema es una ampolla que sangra significado.
La muerte atraviesa este libro como una sombra que no se va con el mediodía. Pero no es la muerte solemne ni silenciosa. Es la muerte gritona, la que se lleva lo que no está listo. Una muerte que no entierra, sino que quema.
(...)
Después supimos que el fuego puede arder durante mucho tiempo
aunque no quede nada que quemar.
El fuego puede arder
aunque los médicos digan lo contrario.
La llama, en Robas, no necesita combustible. Arde en el recuerdo, en el gesto de cerrar los ojos ante la pérdida, en la costumbre del dolor heredado. Esa llama es también la angustia de ser distinto: una humanidad contenida en la vergüenza, en la cicatriz, en la piel que aprendió a no gritar aunque le sangren las palabras.
Y sin embargo, Cosas que arden sobre el pasto no es un libro de lamento. Es un libro de supervivencia. Porque hay en sus páginas un ejercicio constante de transformación: el fuego no solo destruye, también depura. Al final de cada poema, el lector no queda reducido a cenizas, sino que se encuentra más ligero, más vivo, más quemado pero también más libre.
(...)
Que quizás
el fuego no sea tan terrible
Después de todo
estamos rodeados de agua por todas partes.
Ese “quizás” es la grieta por donde entra la esperanza. Porque este no es un poemario sobre el fin, sino sobre el umbral. Sobre lo que viene después de arder. El dolor —como el fuego— purifica, y Robas lo sabe. Sus versos no intentan evitar el sufrimiento, lo atraviesan. Lo aceptan como una forma más de la existencia, como una certeza que acompaña pero no define.
Cada poema es un paisaje deshabitado por lo literal. Aquí no hay biografía lineal ni anécdotas cerradas. Hay imágenes que se incrustan como astillas, palabras que son brasas dormidas bajo la lengua. Hay una voz que no cuenta, sino que arde. Que no explica, sino que exhala humo.

Leer este libro es como acercarse a una fogata sin saber si uno quiere calentarse o consumirse. Porque hay belleza en la llama, sí, pero también peligro. Hay palabras que acarician, pero también hay versos que muerden, que dejan cicatrices. Y uno vuelve, como quien se asoma al abismo por placer.
La escritura de Robas es profundamente sensorial. No se piensa, se siente. Se escucha como el crujir de una rama ardiendo. Se ve como el temblor de una llama que baila en la noche. Se huele a pasto quemado, a papel que se vuelve humo, a infancia chamuscada.
Pero más allá de la sensibilidad poética, hay una arquitectura emocional poderosa. Robas construye el poemario como quien edifica un altar a sus propios fantasmas. Cada poema es una vela encendida para iluminar lo que duele. Cada palabra, una forma de no olvidar.
Y es que olvidar, en este universo, es lo más terrible. Porque el fuego que no se nombra no deja ceniza, deja vacío. Y el vacío, dice Robas, es peor que la llama.
La muerte aquí no se viste de negro. No es fúnebre, es incandescente. Es el instante en que la pérdida se vuelve costumbre. La muerte como llama que ya no duele, pero que sigue ardiendo por reflejo. Porque a veces el cuerpo olvida que ya no hay herida y sigue gritando solo por lealtad al pasado.
La muerte es una candela que quema lo más hondo
pero solo duele lo superficial.
El grito es un hábito que sobrevive a la piel.
Hay en este libro una comprensión íntima del dolor humano. No como algo ajeno, sino como condición inevitable. No hay ornamento en el sufrimiento que aquí se narra. Hay carne viva, costra, humo, ruina, pero, también, reconstrucción.
Cosas que arden sobre el pasto es una elegía encendida. Un canto a lo que se pierde y a lo que, por arder, permanece. Porque el fuego, aunque lo consuma todo, no puede apagar lo que se convierte en lenguaje.
Ragnar Wilfredo Robas ha escrito un libro que se queda. Que se instala en la memoria como el olor de algo que se quemó y no se pudo salvar. Que nos enseña que a veces sobrevivir es, simplemente, aprender a arder sin desaparecer.
Y que el poema —como el cuerpo— también puede ser llama.
Cosas que arden sobre el pasto no se cierra como un libro, se extingue como una hoguera: con ese último resplandor que ciega más que alumbra, con brasas que aún palpitan bajo la corteza de la lectura. No hay cierre posible para lo que sigue ardiendo en silencio. Porque este poemario no entrega respuestas, ofrece cicatrices; no consuela, abrasa; no salva, pero enseña a sobrevivir chamuscado, con la dignidad de quien ha aprendido a no temerle al fuego. En sus páginas no se encuentra la redención, sino el coraje de nombrar la pérdida, de mirar a la muerte sin bajar los ojos, de llorar por dentro con los ojos secos, como lo ordenó el padre. Al final, no queda más que una certeza: no todo lo que arde se convierte en ceniza; a veces, lo que arde se convierte en voz.
En el fulgor final de Cosas que arden sobre el pasto, no se apaga el fuego: se transmuta. Ya no es llama visible, sino brasa interior que se instala bajo la piel, como una verdad que no puede decirse sin arder. Este libro no clausura, calcina. Nos deja con el olor a hierba chamuscada en la garganta y una orfandad que no pide consuelo, solo silencio. Porque después de tanto dolor vuelto palabra, lo que queda no es la ruina, sino la forma nueva del cuerpo que aprendió a sostenerse entre llamas. Al cerrar el libro, uno no termina de leer: uno termina de quemarse.
Todo lo que arde deja una sombra