Por: Reydi Zamora Rodríguez
Estas palabras representan desde la interrogación a un símbolo -más que el miedo escondido en Virgilio Piñera y en el autor-, una suerte de texto que espera ser más que cuestionado cuestionador. No es a suerte de fe un nicho para las malas interpretaciones como tampoco lo es la exposición que, más que el color de un símbolo, fue creada para cuestionar desde el monocromo los colores con los que se decide pintar.
La patria no siempre ondea. A veces cuelga. Se descose en las esquinas del discurso, se apolilla en la humedad de lo cotidiano. A veces no se grita: se arrastra como un retazo. Hay símbolos que se impelen con el peso de la historia que no se dice. Y, entonces, el artista no capta la bandera, sino su descenso. No retrata un país, sino la caída de su imagen. En “Fractura”, Andrés Castellanos no fotografía a Cuba, fotografía su silencio.
¿Qué ocurre cuando el símbolo se rompe pero aún sigue en pie, como un cuerpo sin alma, una promesa hueca? ¿Cuánto puede resistir un país? En cada pliegue oscuro de estas banderas detenidas se esconde un grito, o su eco. No hay rojo, no hay azul, no hay blanco. Solo el gris perpetuo del desencanto. Y en ese gris se revela lo que el color ya no puede decir: que la patria, esa palabra sagrada, también puede doler como una llaga.

Las palmas no nacen al abrigo. Nacen a cielo abierto, con la raíz buscando hondo el silencio y la copa clamando al sol. Así lo dijo Martí, y así lo confirma la fotografía de Andrés Castellanos: no hay símbolo vivo si no se expone a la intemperie. En Fractura, la bandera cubana deja de ondear y se convierte en eco, en corteza, en un lamento de tela que ya no abriga sino que acusa. No hay viento suficiente para levantarla; solo un peso oscuro que la devuelve al suelo. No es la patria como horizonte lo que aquí se muestra, sino la patria como grieta, cicatriz que aún no ha cerrado.
Un símbolo —diría el filósofo— es apenas un trozo de mundo al que una comunidad le otorgó un alma. Pero las almas también mueren o se convierten en espectros que vagan con la apariencia de lo que fueron. La bandera, esa tela tricolor que aprendimos a besar con los ojos, se vuelve en esta exposición un ente simbólico mas. El símbolo representa una tierra donde el agua está por todas partes y la mirada… ¿cuál será el regazo del horizonte donde posase con esperanza el descanso de los ojos?
Cuando el símbolo no se aúna a todos los que acoge una ideología cotidiana, es que ha cogido carcoma en la esquina la ideología del armario en el discurso vacío de esperanza A veces se siente la saturación de “nosotros”, que ya no contiene a todos. Aunque en el ansia de preguntar, más que de responder por miedo a que el dedo señale tu presencia, es cuestionable si alguna vez dentro del nosotros estuvimos todos.
Andrés Castellanos Días no fotografía una bandera; fotografía una pregunta. La encierra en blanco y negro para que no se disipe entre colores patrióticos, para que arda con la crudeza. En cada imagen, la bandera no representa a Cuba como territorio, sino como ficción: la ficción de unidad, de propósito, de identidad compartida. Es un símbolo que se ha vaciado por exceso de uso y por falta de fe.
Y allí donde el símbolo deja de significar, comienza la fractura.
El símbolo roto: fragmentos de una patria que no llega.
Las imágenes no muestran un país, porque una nación no es solo tierra y gente; es un relato sostenido entre todos. Cuando ese relato se rompe, cuando ya nadie puede nombrar el país sin hacerlo desde la ironía o el desconsuelo, lo que queda es la forma sin contenido. La cáscara. El decorado.
En Fractura, esa cáscara es expuesta. La bandera es pedazo, no totalidad. Es un pliegue detenido en el tiempo, suspendido en la nada. No ondea. No llama. No promete. Está allí como un espejo oscuro que ya no devuelve reflejos sino sombras porque la historia no se puede contar solo desde la claridad ciega.
Y en esas sombras se filtran las preguntas más dolorosas:
¿Puede una bandera representar el hambre, el hastío, el éxodo?
¿O continuamos viendo en ella solo el decorado de una gloria que seguimos esperando?
Martí escribió: “La patria es ara, no pedestal”, y Castellanos responde con el lente. No celebra la bandera, la interroga. No la defiende, la desnuda.
En la propuesta visual de Castellanos, la bandera es también una ausencia. El blanco y negro no es una elección formal, sino una sentencia. Es como si dijera: aquí ya no hay color posible. El rojo, el azul, el blanco... han perdido su voz. Ahora solo queda la sombra. Y la sombra no miente: apenas insinúa. Apenas deja ver la grieta por donde se escapa el sentido.
El vacío que se muestra no es solo formal: es existencial. Es el vacío del símbolo desgastado, del ideal marchito, de la promesa traicionada. Y como todo vacío, puede volverse grotesco. No por su fealdad, sino por su verdad. Porque la fractura duele más cuando se reconoce que siempre estuvo allí, disimulada por el rito, por la costumbre, por la rutina de fingir que todo sigue igual.
Ese es el gran gesto filosófico de la obra: obligarnos a mirar lo que evitamos. A detenernos frente a lo que se nos volvió invisible. Porque así funciona el símbolo en la cotidianidad: lo vemos tanto que dejamos de verlo. Solo la fractura lo rescata. Solo el arte puede rasgar la tela de la costumbre y devolvernos la mirada. Puedo decir -en primera persona- que sonreí cuando después de edulcorar los intereses de tomar el vino, las personas decían: “Muy buena obra”. Qué orgullo puede sentir el artista al saber que logró llenar el pedazo roto con el sentimiento común que no queremos expresar -o por lo menos no públicamente-.
La bandera, en su resignificación, deja de ser país para volverse sistema, o sensación. Puede representar una utopía fallida, un régimen, un dolor colectivo, una partida. En ella, como en una herida, se inscriben los cuerpos que se fueron, los que resistieron, los que callan, los que estallan.
¿Puede un símbolo nacional ser también símbolo del fracaso no lo que fuimos, sino lo que no supimos ser?
Y cabe otra pregunta más filosa: ¿puede la patria ser también mercancía? ¿No es el símbolo, cuando se repite hasta el hartazgo, cuando se imprime en suvenires, cuando se convierte en eslogan turístico o herramienta ideológica, una forma de transacción?
Lo que Castellanos nos dice es claro: la patria no está en la bandera. O, mejor dicho, ya no está. Y si lo está, no es en su forma, sino en su fractura. En su silencio. En ese negro sofocante que impide el grito. Porque a veces el símbolo no contiene el país: lo sepulta.
Quizás no exista símbolo más desgarrador que aquel que ya no representa la totalidad en algunos aspectos. Y más que una crítica es el pecado del cuestionaminento al que sometemos la ideología diferente a la nuestra. Será que tendremos miedo al cambio o que somos tan valientes de cambiarlo todo para que todo siga igual.
En la bandera sin color que retrata Castellanos no hay solo patria, hay ausencia. Porque el todo no tendría la propiedad de ser lo que “es” en su concepto si no tuviera su contraposición, la nada. Y sin embargo, en esa ausencia también palpita una posibilidad: la de mirar de nuevo, de resignificar, de parir la nación no desde la consigna sino desde la grieta para hallar la gloria.
Porque la patria no es la tela ni el mapa. Es el hueco que deja su caída. Es la voz que tiembla en el pecho cuando el símbolo ya no abriga. Es la fractura que aún late. Y, tal vez, como las palmas de Martí, solo podrá renacer a cielo abierto, cuando el alma se atreva a brotar entre ruinas.
La patria es un grano de luz en el polvo. Es el temblor del color que se fue. Es una herida ondeando. Un suspiro enrollado en la sombra. Una tela que aún respira porque no lo dejamos morir. Una imagen rota que, al mirarla sin mentiras, comienza a florecer en su verdad más honda.
“Fractura” florece en su verdad más honda