Palabras sobre el camino

Por: Miguel Castiñeira

 

Igual que todo el mundo, o casi todo el mundo, en algún momento vi actuar a Elizabeth Aquilera. Primero, como una doble de Janis Joplin más auténtica que la original. Corría por todo el escenario semivestida y botella en mano, brindando alucinaciones mientras Pedro O´Reilly tocaba el clarinete. Era la libertad guiando al pueblo, no tanto aquella que pintó Delacroix como una recreada por cualquiera de nuestros artistas populares. Después la vi en una faceta opuesta: la personificación de la autoridad, la guardiana de esa doctrina que nos impide expresar nuestra esencia trashumante. Farfullando la jerigonza del poder, sin ser el poder, como suelen hacer los buenos funcionarios, Elizabeth era la cancerbera del mundo. O de El Mejunje, que para el caso es lo mismo.

No existe una intérprete más adecuada para Teatro Sobre el Camino, un grupo que le permite, le posibilita, explotar su potencial, porque estamos hablando de una capacidad inverosímil de desdoblamiento, de expansión sin perder el centro y el reposo.

Con habilidades en el manejo de marionetas, con un registro tan amplio como el de su grupo, Aguilera se desenvuelve cómodamente en cualquiera de los géneros dramáticos, frente a cualquier tipo de espectador. Una actriz que sabe aprovechar los elementos escenográficos a su alcance, algunos de los cuales tienen más de una función, para contar un relato no por lineal menos complejo, no por sencillo menos intenso. Y así ocurre en Malas palabras, la más reciente puesta en escena de Teatro Sobre el Camino.

Qué calamidad. Hemos llegado al tercer párrafo sin decir que esta función ocurrió un primer sábado de agosto a las 11:00 a. m. en la sede del propio grupo, ubicada en la calle Roble, entre Síndico y Rodrigo, pero que se estrenó el 14 de junio de 2025 en el mismo lugar. Un lugar, dicho sea de paso, donde Santa Clara casi no es santa ni clara, sino un barrio al que se suele mirar bastante poco, salvo cuando acontece un crimen o una desgracia por el estilo. Uno de esos rincones que retrata Jorge Luis Mederos en su Crónicas del barrio, uno que también regurgita / sus propios odios y enredos y a puñalazos de miedos / cada día resucita. Uno que tiene sus matices, porque sabe moverse entre el espanto y la ternura. Uno donde Teatro Sobre el Camino decidió hacer camino al estar.


“No hay palabras buenas o malas, solo mal utilizadas”, podríamos pensar que reza el punto de vista de la obra. Y sería, sí, un tema de tantos; uno tangencial, quizá. Porque la historia ubica su foco en el poder, creador o destructor, de las palabras, así como en el poder, creador o destructor, de los silencios. Lo que se dice, lo que se oculta, es tan determinante en una trama como en una vida. Y esto lo aprendemos mientras nos enfrentamos a un conflicto familiar que se nos completa al final de la obra con un recurso como la anagnórisis, tan o más antiguo que la dramaturgia occidental, pero siempre efectivo cuando se nos dosifica la información, cuando poco a poco nos van presentando las piezas de este puzle que tendremos que armar con nuestra mirada expectante.

Y es que las palabras, buenas o malas, funcionan como puzles cuando intentamos construir un discurso. Precisamente el rompecabezas se erige en uno de los símbolos más importantes de Malas palabras, obra escrita por la argentina Perla Szuchmacher, y excelentemente versionada y dirigida por Rafael Martínez. También debo destacar el trabajo con el sonido y las luces: preciso, exacto, un complemento inmejorable a todo lo que ocurrió en escena.

Según explica en el programa de mano el artista visual Amilkar Chacón:

Lejos de una narración lineal, el espectáculo despliega un lenguaje que combina lo visual con lo emocional para trazar el trayecto de una protagonista que enfrenta la fractura de su mundo infantil. La escena, concebida como un rompecabezas tridimensional, habilita un diálogo entre objetos, títeres y referencias a la historia del arte, construyendo un entramado donde lo concreto y lo simbólico confluyen.

Para nadie es un secreto que uno de los fuertes del grupo radica en su trabajo escenográfico: resulta un espectáculo en sí mismo la manera tan ingeniosa que tienen para crear los elementos con que interactuará la actriz, una griot contemporánea que pasa en cuestión de segundos de ser Flor a Pelos, a la Madre, al Padre, a la Tía, etc. Por eso las obras de Teatro Sobre el Camino tienen un carácter híbrido muy seductor, donde se integran de manera armónica el teatro de títeres, el musical, el unipersonal. Y precisamente esta condición híbrida los lleva a proponer esta obra para “toda la familia”, sin distinciones de edad.

Malas palabras conjuga la tragedia moderna, donde el conflicto se desarrolla más a lo interno que a lo externo de los personajes, con momentos muy bien logrados de alivio cómico. Lleva el teatro a su mínima expresión, lo hace avanzar a un pasado en el que no se necesitaba mucho más que un actor —y un escenario improvisado— para contar una historia, por muy compleja que esta fuese. La mayoría de los personajes que colisionan, lo hacen con motivaciones racionales, comprensibles. Apenas hay tres caracteres que podríamos definir como negativos: la Profesora y los padres de Benítez, quienes tienen poca presencia en la obra, aunque cumplen una muy útil función de contraste.

A no dudarlo, entre los momentos de mayor intensidad poética en Malas palabras se encuentra el sueño (la pesadilla) de la protagonista. El ambiente onírico envuelve una escena que hace un salto muy limpio del nivel de realidad, narratológicamente hablando, con un discurso que utiliza referentes del arte universal, muy bien justificados y sin que aparezcan como un ruido para el espectador infantil. Es el caso de la imagen de Saturno devorando a sus hijos o ese antifaz de dormir con la mirada enigmática de la Mona Lisa.

Pero si de intensidad se trata, no podemos obviar el preclímax: la familia se reúne para conversar con la niña. El discurso de la Madre, el silencio del Padre, la mirada de Flor, el olor a incienso, el teatro dentro del teatro que es cualquiera de estos momentos, esa segunda historia que sale a relucir en una grieta que más bien parece una herida abierta en la historia superficial donde dos niños juegan a buscar malas palabras en un diccionario, pero no saben que en realidad están armando el rompecabezas de una identidad oculta: cada detalle se eleva hasta caernos abruptamente en medio del pecho, como un dolor que no pedimos, pero que tenemos la urgencia de socorrer. Como un dolor adoptivo: así de trascendental.

Mientras organizo —que no agonizo— las palabras/puzles con que pretendo comentarles —que no contarles— esta obra, pienso en el poder destructor o creador del discurso, que también está integrado, como la música, por el sonido y el silencio. ¿Qué hacer en estos casos? Pues no se trata solo de adquirir una conciencia del lenguaje, sino de una conciencia ética del lenguaje, como suele decirse. Entonces, la responsabilidad aumenta. Quizá debería echar mano del diccionario, sobre todo en busca de alguna mala —pero bien mala— palabra, como esa que se me ocurrió escribir en el cuerpo de la actriz, pero por suerte no pude. Porque la palabra es un instrumento, tan bueno o tan malo como la intención de quien lo usa. Y al final, mira tú, parece que algo como esto será el mensaje principal de la obra. O —mejor— algo como lo que dice Perla Szuchmacher y cita Amilkar Chacón en la nota del programa: “No son las palabras las que hieren, sino los silencios que las contienen”.

 

AHS 9 de octubre de 2025
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